El alimento, por María Negro
El silencio. La cuchara sostenida en el aire, parece dudar frente a los labios.
Estaba convencida que todas las mamás cocinaban rico, que era como una capacidad que se adquiría con el parto. Por eso no podía creer que mi mamá no lograse hacer una sola comida decente, y que no fuera a propósito.
Decente, tampoco fantástica o irrepetible. Decente. Con la sal apropiada, o algún sabor que se pudiese disfrutar. En el espacio breve de la cocina, mamá se acomodaba los lentes empañados y buscaba en los especieros su nuez moscada, su orégano, dejando caer sobre la sopa sospechosas cantidades.
El viejo cucharón de su suegra se hundía en el líquido espeso que contenía la olla, emergiendo lento, cauteloso. Solo el silencio acompañaba el ir y venir del cucharón sobre los platos que esperaban con angustia lo que sabían que iba a suceder.
—Otra vez, dijo papá.
— ¿La sal?
No
— ¿El orégano?
Papá no respondió más. Continuó llevando la cuchara a su boca, callado, mientras yo esperaba el momento de hacer la trampa, pero para eso mamá tenía que estar distraída y no con los ojos firmes y negros mirando mi plato.
—Comé, porque no salís a jugar a ningún lado.
—Sí, mamá, es que estaba tomando mate cocido hasta recién y tengo la panza llena.
—Se dice satisfecha, nena – me corrigió papá— no se habla así en la mesa. Callate y comé.
Alcé la cuchara sobre el líquido, con la mirada fija en el plato. No podía. El vapor alcanzaba un olor agrio y la naturaleza no es tan tonta, la nariz me advertía con desesperación que, otra vez, aquello que mamá preparaba en la cocina, no era comestible.
Apreté los párpados, hice el cruel ademán de cerrar la nariz, como me enseñó ella misma para tomar la leche de magnesia, cuando sentimos el golpe.
Teníamos tanta hambre, que el golpe en la puerta, feroz, seco, nos hizo olvidar por un momento el sacrificio que el cuerpo estaba haciendo al intentar comer la sopa de mamá. Hubo un segundo de desconcierto, papá se calzó las ojotas y gritó preguntando quién era. Nada. Tampoco otro golpe. Nada más que nada.
Se miraron. Mamá no se movió de su silla. Papá se levantó despacio, abrió la puerta en silencio, muy poquito, como para ver, y como dice él, el que quiere ver, encuentra.
La gallina era gigante. Insoportablemente blanca.
El tajo, breve, exacto, la había dejado casi decapitada Pero no se la habían arrancado del todo. Como si hubiesen deseado marcar la fragilidad de su cuello, y esa marca hubiese ido más a fondo, y del cuello a la nuca el espacio se les hubiera hecho chiquito, y ahí estaba la gallina, blanca, enorme, casi sin cabeza, con un ojo muerto mirando como papá gritaba No toquen nada, y mamá lloraba, sentada en la mesa, sin moverse más que para hundir la cuchara en la sopa y seguir comiendo.
Papá se organizó en seguida. Buscó un balde y tiró agua con vinagre en todo el pasillo hasta la calle mientras rezaba el Padre Nuestro. A mí me hubiese gustado seguir mirando a la gallina, pero con la escoba la fue metiendo en una bolsa negra, y la cerró con unos palos, porque el problema era tocarla, así pasa con las brujerías, entran por la piel.
El suceso de la gallina nos tuvo entretenidos todo el día. Mientras papá baldeaba y rezaba, Doña Carmen se asomó a la vereda y yo aproveché a meterme en su casa para contarle a la Ale lo que había pasado. La Ale también estaba almorzando. Pastel de papas. Yo quería contarle de la gallina y de la brujería y los ojos se me iban para el pastel. Doña Carmen entró a los gritos y me agarró justo metiendo los dedos en la fuente, no sé si por eso me sacó a la vereda hasta que le juré que no había tocado a la gallina y le hice la cruz con los dedos, pero la vieja no quería creer y me mandó de nuevo para mi casa. La Ale se quedó mirando por la ventana, con los cachetes llenos de comida mientras la vieja gritaba que tiren todo lo que yo había tocado, y la mirada de la Ale parecía decirme pelotuda, y me largué a llorar.
Cuando entré de nuevo, mamá ya había levantado la mesa y preparaba el mate. Me senté a mirar la televisión, en la novela se estaban por dar un beso, ni me dieron ganas de que me retaran de nuevo, así que me levanté sola y corrí la cortina que separaba mi pieza.
Me tiré en la cama a pensar en el pastel de papas, cuando escuché a mamá decir que estaba segura de saber quién le había tirado la gallina, y para qué.
—Para matarme, para eso Oscar. Está caliente con vos desde que nos mudamos, o te pensás que soy estúpida.
—Callate, querés, dejá de decir pelotudeces, si ni siquiera la miro, no sé ni quién es, Amalia, esa gallina se debe haber escapado de algún lado, la mordió un perro, si vos no viste que…
—Yo no vi nada, porque no necesito ver nada – la voz de mamá se quebraba, se hacía más cerrada y finita— Si vos no querés creer, es porque también tenés las mismas intenciones, que no te pienses que soy estúpida. Por eso me enfermé, por eso no me sale la comida de mierda, entendés, esa hija de mil putas me hizo una brujería y espero, esto te lo digo Oscar y te lo digo una sola vez, espero que vos no tengas nada que ver en esto porque no te imaginás de lo que soy capaz.
Tosí. Es fácil hacerle acordar a los padres que una cortina no es lo mismo que una puerta. Mamá dejó de hablar con papá, y me hizo levantar de la cama. Calentó sobre la hornalla una cuchara chiquita con un poco de aceite y miel, y me la hizo tomar por las dudas que me fuese a enfermar de los mocos por andar el día entero descalza. La panza me hizo un ruido fuerte. Mamá golpeó la mesa, y empezó a gritarle a papá que así empezaban las brujerías, con tos y dolor de panza, que todo era culpa suya y de esa hija de puta, que seguro yo había tocado la gallina y ahora me iba a morir por su culpa. Miré a mi papá esperando que dijera que era todo mentira, que no sabía de qué carajo estaba hablando y que la mandara a callar como hacía siempre, pero papá estaba mudo, pálido, la pierna empezó a temblarle en algún momento, los gritos de mamá eran tan altos que no me dejaban pensar en otra cosa, y la pierna de papá pasó de temblar a dar como saltos, y mamá dijo Dios mío justo justo cuando papá puso los ojos en blanco.
Lo llevó Don Morales, a nadie se le hubiese ocurrido perder tiempo llamando a la ambulancia, eso era cosa de las películas. Doña Carmen entró llorando y abrazó a mi mamá, que no movía los brazos, que se había quedado callada como si se le hubiesen apagado los gritos, o se le hubiese terminado la lengua. La Carmen lloraba por las dos, parecía que no iba a parar nunca. Me vio y se acercó a abrazarme, dejando a mamá dura y calladita cerca de la mesa. Me pidió perdón por haberme echado, lloraba y seguía gritando que todo era una desgracia mientras mamá no decía una sola palabra, ni gracias, ni Dios mío, ni nada. La miraba a Carmen con sus ojos chiquitos, atrás de los lentes; la escuchaba llorar o no la escuchaba ni eso, era imposible saber qué pensaba mamá cuando no gritaba. La Carmen me sacudía la cara y decía pobrecita, tener que pasar por todo esto, yo te voy a hacer otro pastel de papas más rico que el de hoy, ahí fue cuando mamá recuperó la voz y gritó No. La Carmen dejó de llorar de golpe, y levantó la cabeza para mirar a mamá, para mirar por primera vez de frente y en serio a mamá que volvió a decir No, pero esta vez le agregó un La nena ya comió. Y la Carmen, en total silencio y seria, se fue yendo para la puerta hasta que nos quedamos solas.
Era la primera vez que la escuchaba mentir a mi mamá. Mentir así, sin que parezca una mentira. Mentir como miente el mentiroso, para que suene a verdad. No le dije nada porque la mejor manera de la complicidad es hacerse el zonzo. A la tarde llegó Don Morales avisando que papá estaba mejor, se había despertado, iban a dejarlo en el hospital algunos días para ver si el ACV había dejado secuelas. Cuando escuché ACV no se me ocurrió preguntar qué era. Me sonó a abc y entendí que tenía que ser el principio de alguna cosa distinta. Debe ser que le dije a mi mamá algo así porque ella se quedó mirando mi cara, me acarició despacio la nariz, me dijo lauchita, que era lo que siempre me decía cuando estaba contenta. Me dijo Lauchita, acompañame a la casa de la Emilia, vamos a hacer un montón de cosas nuevas, y a mí me pareció eso, que estaba muy contenta.
La Emilia me dejó en el patio, con un cajón de juguetes medios rotos que guardaban para entretener a los chicos mientras las madres (sobre todo las madres) se hacían tirar las cartas. A veces, a principio de mes, se armaban unas colas largas de vecinas con sus hijos que iban a consultar a la Emilia. Si un pariente estaba enfermo, la Emilia lo curaba. Si te echaban del trabajo, la Emilia te conseguía otro mejor. Si alguna vecina te estaba envidiando, la Emilia la hacía pisar el palito, y de paso le volvía el doble a ella, que casi siempre se enfermaba y te la cruzabas en el almacén que era la forma de la Emilia de probar que su magia hacía efecto. El truco incluía todo para que te la cruces, para que cuando volvieses a ese patio donde yo esperaba a mamá, no te quedara otra que dar testimonio de que alguna fulana había estornudado adelante tuyo y la Emilia decía ¡Ajá! y ponía cara de seria, como un médico que encuentra la razón de una enfermedad, y sabe que ahora tiene más poder para sanar al enfermo.
No sé cuánto esperé, lo suficiente como para aburrirme. Me daba un poco de miedo que papá se muriese, mamá había entrado convencida al comedor de la Emilia, y no alcancé a decirle que yo también tenía miedo. Todo, hasta las señoras que esperaban en el mismo patio, me daba ganas de llorar. Quise esconderme, pero cerca de mamá. Corrí la cortina, había como un cuadradito lleno de santos, una salita donde no entraban dos personas paradas, y después el pasillo corto hasta el comedor donde mamá y la Emilia hablaban.
—Es la misma mujer. Ya te lo dije.
—Decime si es ella.
—No lo sé, yo no veo el nombre – La Emilia sacó otra carta del mazo envejecido que sostenía entre las manos, los dedos flacos y amarillos de tabaco se quedaron sobre el cuatro de espadas.
—Decime –Mamá estaba muy seria. Con una mano abrió el monederito y sacó un billete que puso arriba de la carta. Nunca dejó de mirar a Emilia, los ojos firmes, fijos, urgentes. — Decime ahora.
La Emilia agarró el billete y mi mamá le puso la mano encima. La vieja hizo un sí suavecito con la cabeza. Mi mamá le sacó la mano, se levantó, ni siquiera le dijo chau, tampoco se dio cuenta que yo estaba demasiado cerca de la puerta para haber cumplido con su pedido de que no me moviese, caminé atrás de ella y me parece que tampoco estaba muy preocupada por eso. No dijo una sola palabra, hizo el mate cocido y se le quemaron las tostadas; ella parecía concentrada en su mate, en algo que estaba en otro lado, tal vez con mi papá que todavía no había visto, aunque Don Morales se había ofrecido para llevarla hasta el hospital. No es necesario, dijo mamá. Ya va a venir cuando pueda. Y le cerró la puerta casi en la cara al pobre viejo, para sentarse así, como estaba, con el mate medio frío, mirando la medianera que daba con la Carmen.
— ¿Hace cuánto que rompiste el alambrado ahí para pasarte a jugar con la Ale, vos?
— ¿Qué cosa?
—El alambrado ahí, abajo, lo rompiste para pasarte a lo de la Carmen, fuiste vos.
—No, mamá.
—No me mientas – Mamá me miraba enojada, algo estaba muy mal en el alambrado. Quise decirle que seguro era caro pero papá lo iba a poder arreglar, que no se preocupe, o que capaz fueron los perros, si rompen todo, las bolsas de basura, el alambrado, hacen cualquier cosa con los dientes. – No me mientas, porque no se le miente a mamá. A los mentirosos les va muy mal en la vida, los castiga Dios – y mamá empezó a llorar cuando dijo la palabra Dios, despacito, como un agua que le salía por los ojos y por la boca, como un agua atragantada – Los castiga Dios y se mueren en el infierno, en el fuego del infierno se mueren los mentirosos de mierda, por eso, nena, decile a mamá, a ver, decime, por favor.
Las manos le temblaban mientras sacudían mis brazos chiquitos, asustados, con frío. Le dije cualquier cosa. Que había sido yo con ayuda de un perro. Me inventé un perro que venía de noche para jugar conmigo y con la Ale, y que estábamos cansados de que ella no me dejara salir a jugar de noche entonces habíamos hecho ese agujero en el alambrado, que daba derechito a la pieza de la Carmen, y mamá dejó de temblar, me dijo Gracias. Apoyó el mate sobre la mesa, se hizo la señal de la cruz, despacio. Me levanté para seguirla. En la bolsita de los mandados metió lo que quedaba de aceite, y el alcohol fino que estaba en el lavadero. Vení mi amor, me dijo, sonriendo. Vení que vos tenés la mano más chiquita. Salimos al patio, vi el agujero en el alambrado del que hablaba mamá. Pasá de allá, me dijo, vamos a hacer algo juntas. Pasé con cuidado, tratando de que no se me quede prendido el pelo. Calladita, dijo mamá, es como una escondida. Me reí. Qué lindo jugar con mamá. Qué lindo que a pesar de todo lo que estaba pasando, de papá con su abc, del miedo, de la cara fea de la Emilia, de la sopa, mamá tenía ganas de jugar conmigo y nada más que conmigo, así, calladitas, un juego nuevo que ella había inventado para nosotras dos, que no mentíamos nunca jamás, y como mi mano era más chiquita podía meterse entre los huecos de los ladrillos de la pieza de la Carmen, un poco de aceite así, y sin reír, calladitas, y otro poco de alcohol, de lejos, porque tiene un olor espantoso, y mamá sacó de la bolsa el cuatro de espadas y le prendió una cosita así de fuego con el encendedor, y me dijo Tirá, mi amor, tirá para adentro que a vos te entra la manito, es un juego hermoso, de nosotras dos, nada más. De nadie más.
Una leve presión (Editorial Omashu, 2022)
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