El Núcleo, por Mauricio Kartun

 



Núcleo. Así. Núcleo. Nada de Club.

—Se juega a las bochas en un club. Se toma vermú con platitos en un club. ¿Qué, nos ven caras de bochistas a nosotros, de ponernos alegres en un buffett, nosotros? 

Núcleo.

Lo propuso Tilde.

Y sufrió Osvaldo. Por qué no se me ocurrió a mí. 

Núcleo de Admiradoras de Rubí Rubí. 

Durante dos años habían sido miembros del Club, los tres. Pero siempre tirantes las relaciones con la presidenta. Demasiado populachero todo, secreteaban. Le denostaban la pancarta a pincel. Somos simpatizantes acá, no hinchas. Compartían el tranvía de regreso los tres, y allí, en el traqueteo, fue creciendo la diatriba. Que la criatura merecía un trato más acorde. La criatura, le decían a Rubí. Acorde a su delicadeza. Que la dirección del Club no estaba a su nivel. Que todo lo que hacían resultaba ordinario. Y así, en la murmuración fue naciendo la unidad del trío. Ningún pegamento más fuerte que la tirria. La pelea estalló una tarde de llovizna helada en la vereda de la radio, y hubo ruptura.

Escisión, decía Osvaldo, que era dado a las palabras cruzadas. Cisma.

Fue ahí que crearon el Núcleo. Tres integrantes. Para qué más. Lo bueno viene en frasco pequeño, decía Osvaldo. Minúsculo. 

Mandaron una carta certificada a Radiolandia para informar a los gentiles radioyentes. Del cisma.  Redactó él. Cómo le gustaba cisma. Y gentiles. Salió en la revista un viernes de mayo. Novedades del éter, se llamaba la sección. Y los mencionaban a los tres con nombre y apellido. Matilde y Aurelia Boitano. Y Osvaldo Arcuro. Compraron sus ejemplares y los mandaron a encuadernar. Tapas símil cuero de Rusia, les dijo el encuadernador. Filigrana en dorado.

Siguieron yendo a la puerta de Radio Splendid. Vereda de la derecha ellos ahora, de la radio para el lado de Las Heras. Aparte. Pero conservando siempre los amables saludos de Rubí; tanto a la entrada como a la salida. Sobre todo si había reporteros. La mano tímida a Osvaldo, y la mejilla, ruborosa, a las hermanas. Primero saludaba a los del Club, es cierto, vamos a decirlo, a vereda izquierda, pero ojo, eso —se consolaban—  porque el auto de alquiler la dejaba en la esquina de Pacheco de Melo. 

—Ellos pachecos nosotros laceras. Pacheco: persona, que está bajo los efectos del alcohol. Laceras: magullas, hieres. 

Ese amor descontrolado de Osvaldo por los crucigramas. 

—Garras de tigre enfrentando a unas ebrias con pancarta —decía y se reía jijí. 

Una sola foto en toda la temporada consiguieron, pero en la revista El Hogar, que era una publicación selecta, no chusmerío. Una nota emotiva sobre Rubí, hija ejemplar, que sostenía con su trabajo la casa, y atendía a su madre impedida. Fiesta de adjetivos. 

Fotos con la madre en silla de ruedas y su mantita de viaje sobre las rodillas. 

Y una de la criatura, con delantal, en la cocina, preparando masitas Buby. 

Y aquella legendaria de los cuatro, claro. A toda página. Rutilantes los cuatro en la foto sepia. Rubí adelante en el empedrado brilloso. Ellos atrás; sobre el cordón para que no se le note tanto lo grandota. Una delicadeza del Núcleo. Las revistas publicaban siempre las poses que se sacaba con los otros, con los pachecos, por lo pintoresco de la pequeña multitud, pero el trío resistía posición, ofreciéndole a Rubí, en cambio de cantidad, su calidad. Pulcritud. Aseo. Esmero. Maquilladas ellas, y él con primorosa lambida de gomina; una ladera brillante que le caía sobre la pelada hasta la frente. Impecables. De vez en cuando, como en El Hogar, obtenían su premio merecido. Que recortaban y enmarcaban.

Volvían de la radio en el tranvía, tres veces por semana, despellejando rivales. Y consolidando, en el rencor, a su terceto.

—Más vale una sola en El Hogar que cuatro en Sintonía, que por ahí te toca en la misma página con una bataclana.

Se despedían en el andén de la estación Retiro. 

Ellas por un ramal, hacia Virreyes. Su chalecito con piedra Mar del Plata. Maestras particulares, históricas en la zona. Si estabas por repetir, desde Beccar hasta Tigre, te mandaban a Las Boitano. Severas pero eficientes, las preferidas de los padres. Aurelia en aritmética. Y en gramática Tilde, que hasta al sobrenombre lo tenía ortográfico. Corregían todo con unos lápices muy gruesos de doble punta. Azules de un lado, rojos del otro. La justa del saber en sus dos presentaciones. Abanderado y bochorno.

Osvaldo, por el otro ramal, hacia Malaver. Un pehache de largo pasillo, a la vuelta del Deportivo. Tres departamentos ruinosos, al borde de conventillo, que administraba y mantenía. Dormía y cocinaba en una piecita de la terraza, al fondo. Techo de fibrocemento. Y vivía de los agónicos alquileres de los tres. Herencia de un padre del corazón, decía siempre. El mantel de hule con dos crucigramas abiertos: La Prensa y La Razón. Y el diccionario. La radio permanente. Volumen bajito toda la mañana. Y a toda intensidad a la tarde cuando llegaba la novela. Vibrante. A llorar con Rubí Rubí.

Era damita joven, ya, Rubí Rubí, pero siempre papeles de niña o de adolescente, que sacaban partido del agudito, insólito, de su voz. De sus maneras suavecitas. Toda diminutivo era Rubí. Y muy de vestidito para la foto. Pechera chatita. Y chinelitas para disimular la altura, porque era cachota. Y cada día más. Tres temporadas seguidas la novela, ambiente campero, un éxito inédito de la criatura, que enternecía al éter. Una heroína angelical. Su piel blanquísima y su pelo azabache. Y a ellos, admiradores de la primera hora, que la fueron viendo crecer. Y engrosar, digámoslo, porque por más vestidito el volumen era incontenible.

Compañía Crema de Radioteatro. No era por el avisador. Ni nombre de fantasía. Crema, el libretista. Y capanga. Fausto Crema. Más conocido en el ambiente como Infausto; por cómo te mataba personajes. No perdonaba a un solo malo. Jamás un villano vivo en el último capítulo. Juez y verdugo. 

Filibustero profesional, el Infausto; negociaba con el elenco ya la cuarta temporada de su éxito, pijoteando hasta las monedas. Y mientras, gastaba a cuenta.

Unos folletines tremebundos los suyos. Novelero antes que novelista. Con giros más postizos que su peluquín. Injustificados. 

—Que se justifiquen los culpables, decía. — Los inocentes no precisamos explicar nada a nadie, señor.

El papel de Rubí era secundario, pero había encantado a los oyentes, y fue ganando de a poco argumento y letra. Enamoraba. Tan tiernita, tan sufridita. Adorable. Y adorada.

Todo iba viento en popa. Pero.

La noticia llegó como un terremoto. Tras dos días de internación la madre de Rubí había fallecido. 

La radio lo explotó feroz. Desde Mañanitas Camperas al último noticiero. No paraban con Magaldi. 

Huerfanita te quedaste sin amparo y sin hogar / Sin el amor de una madre, sin un pedazo de pan / 

Y mendigando cariño en la calle caminaste / Sin entrever la maldad, siempre trémula imploraste.

El velorio fue para los íntimos. El Núcleo no pudo entrar, pero ahí estuvo toda la noche. Vereda de la derecha, como siempre. Era sábado y podían trasnochar. Tres veces salió de la funeraria el libretista para agradecer en nombre de Rubí; al Club y al Núcleo. Y a fumarse unos toscanitos Avanti de humo pestilente. Apoyado en un buzón. Y orejeando sin pudor una Palermo Rosa, la revista del hipódromo.

La semana siguiente Rubí faltó al programa. Crema adaptó al galope los argumentos, sacó de la galera un viaje a Humahuaca. Se había puesto de moda el carnavalito, y la radio aprovechó para poner el disco hasta rayarlo. 

—Toda la rueda salga a bailar... 

—Vergüenza debería darles, decían las Boitano. —Nada respetan. 

El Club siguió yendo, pacheco, a su vereda. El Núcleo no. 

—Acatamos luto, acá, decía el Núcleo. 

Cuando en la segunda semana vieron que la criatura seguía sin participar se preocuparon. 

El miércoles a la tarde Osvaldo las visitó en el chalé. Su bandejita de masas finas. Traía información privilegiada. Uno de sus inquilinos, Della Franca, era bandoneonista, y corría de radio en radio a ponerle las notas a unas propagandas de Geniol que se habían puesto de moda. Lo había escuchado de buena fuente: Rubí no volvía. Atravesaba una fuerte depresión. Le gustó decirlo así. Atravesaba. Un nudo en la garganta los tres. Comieron en silencio las bombitas de pastelera y tomaron la decisión. Había que ponerse a su servicio. La dirección la sabían. Un departamento en último piso de un edificio moderno del Once. Las fotos de El Hogar lo mostraban con todos los adelantos del progreso: su teléfono marfil y su portero eléctrico, que eran novedad. Se instalaron una vez más en la vereda. Pero en la de la izquierda esta vez, aprovechando que el Club allí no iba. Y por las quejas de un saldero de la derecha, que mascullaba cosas feas en idish porque le tapaban la vidriera. 

Se estaba corriendo la voz y los cronistas del espectáculo empezaban a merodear. Tocaban infructuosamente en el sexto A. Contestaba la criatura, con su vocecita, ronca ahora, y se quedaba luego ahí del otro lado sin hablar. 

Sólo al libretista le abría. Todas las tardecitas sin faltar una. Paquetes de papel de estraza. La vianda diaria de la joven, decían. Paternal, decían.

El Núcleo intentó vanamente alguna foto en el umbral. El tercer día, a punto de abandonar ya las visitas, Tilde, se acercó disimulada al portero eléctrico. Se alejaba frustrado un reporter de Radiofilm y se escuchaba todavía por el bronce la respiración ahogada de la criatura. Entonces le habló. De ella y de su hermana. Y de Osvaldo. El calvito, le dijo para ubicarla. Que el Núcleo le daba su sentido pésame, la acompañaba en sincero sentimiento, y que se ponían a su servicio para lo que necesitara de ellos en la circunstancia pesarosa. Orgullo de la sintaxis. Un 10. Hubo una pausa.

—Yo qué sé. Bueno. Dele. —contestó allá en lo alto la criatura. Y bastó para que renovaran votos. Y abonos del tren. Martes, jueves y sábados, firmes en su guardia de la calle Paso. Ya no importaban las fotos. El Núcleo tenía ahora un objetivo superior.

El fin de semana notaron con preocupación que Crema había dejado de venir. Especularon con que, en otro horario, en otro día, pero no. Era claro que algo pasaba. Rubí respondía desde el portero cada vez más airada. Más grueso su agudito.  Los chupatintas del mundillo olían podrido y rondaban buscando la nota. El Núcleo se había instalado a un lado del umbral, y escuchaba ahora las conversaciones como a un programa más. Los cronistas la atosigaban. Atendía cada timbrazo con ansiedad, y les colgaba luego, defraudada.  En silencio. 

En silencio, hasta el Carancho Vargas, pico infame de la revista Sintonía. Carroñero ilustre.

La había asediado, dedo en el timbre, con saña carnívora, el Carancho. Se retiraba chacoteando con otros ganchudos; y escucharon, allí, turbados, aquello, lo más temido. 

Su llanto convulsivo. 

Convulsivo lo dijo Osvaldo. 

El tubo había quedado descolgado, seguro, porque siguieron oyendo durante un largo rato. 

Llanto. 

Llanto.

Y

“La recalcada concha de tu madre, Vargas”, después.

Para escándalo mudo. 

Tres veces. 

Y en volumen creciente. 

Aurelia la empujó a su hermana hasta el altavoz. Había que intervenir. La criatura no podía más con su almita. Era claro: apenas oyó a Tilde, hizo sonar la chicharra de entrada. La puerta se abrió como en un cuento de hadas y cruzaron el hall tropezando entre ellos. Y enarcándose las cejas en el ascensor de bronce rutilante. La puerta del sexto A estaba abierta y el zaguán en penumbras. Entraron en puntillas. Temblando.

El panorama fue aterrador.

Aterrador.

Los esperamos en el próximo capítulo, pensó Osvaldo. Y: si la vida tuviese locutor.

Las ventanas estaban cerradas. La luz venía de una araña de caireles ruinosa. El departamento estaba medio vacío. Unos muebles viejos nomás que no pegaban. Y mugre de meses. Temieron haberse equivocado, pero no. 

En la cocina, llena de platos sucios, desmoronada todavía en el banquito junto al portero, estaba la criatura. Se impresionaron con las ojeras y con la voz oscura. 

Sí.

Pero más con las tetas. 

—Busto tiene, dijo Osvaldo. E hizo un gesto vago con las manos al frente.

No parecía aquel angelito. Cuando la escucharon tartajear lo comprendieron. No era de la angustia aquella ronquera. Ni del llorar gritando. No era del insomnio. Era de bebida blanca. 

Y aquel pecho planito suyo, pura presión de una faja, que se sacaba de entrecasa. 

Las hermanas la llevaron hasta la cama. Osvaldo quedó merodeando deslumbrado. Su cueva de Aladino.

Las Boitano salieron de la pieza rapidito, como escapando. Y haciendo el oficio mudo.

—No quieras saber lo que son esas cobijas, le dijeron. Y abrían los ojos como si necesitaran hacerlos respirar. Se sentaron alrededor de la mesa de comedor. Tres espiritistas. Sacaron conclusiones. Piadosas.

Que sí, que evidentemente tan criatura la criatura no era, bueno, es cierto, puede ser, pero natural, había dado el estirón en esta temporada y debía mantener la imagen frente a la audiencia. 

Y ojo que estaba inflamada, además. 

Que la casa no era la misma de las fotos, claro. Pero que todas las estrellas lo hacían, posaban en decorados 

Que la mugre de la morada era natural en una persona con depresión.

Que era esa tristeza la que la había sumido en el alcohol.

 Que “sin madre hay desmadre”, agregó Osvaldo.  Y la miraba a Tilde en orgulloso desafío retórico. Y que, si encontraban los utensilios, a él no se le caían los anillos por una buena refregada. 

Había pucho de escoba en el lavadero. Y Fluido Mánchester. Jabón pinche y lejía. Y retacitos de frazada ruinosos para fregar. Había cera, reseca arriba de no haberse usado nunca, y un plumero agonizante. Fueron batallón. Se organizaron enseguida en tres frentes; baño, cocina y salón. Baño le tocó a Osvaldo que entró y salió con gesto ahogado. 

—Ese inodoro está vivo, dijo, tomó aire y se zambulló adentro de nuevo. 

Quemada la lamparita. 

Y todo a media luz.

Caía la noche cuando se sentaron otra vez a la mesa; reluciente ahora y fragante del encerado. En una pava, ya sin sarro, Aurelia había preparado el agua. Y un mate con olor a acaroina en la bandeja. En la segunda ronda apareció, lagañosa, la huérfana. Tomó dos amargos seguidos haciendo ruido con la bombilla y los despidió como ida. Ni gracias. Que si venían en la semana le hacían una gauchada porque ella de lo doméstico no se daba idea. Qué la casa la limpiaba siempre la madre. Desde la silla de ruedas. 

Cuando salían les regaló un pan dulce en caja de cartón prensado. 

—Los manda un avisador. Pero no me asienta la fruta abrillantada a mí, les dijo. 

Y una bolsa de garrapiñadas. 

—Recién empezada, les dijo. 

Y que les abría abajo por el portero.

La bolsita pringosa la dejaron prolijos sobre el buzón. El pan dulce le tocó a Osvaldo, que lo aceptó como si no le interesara.

Antes de despedirse tomaron té con leche en la confitería de Retiro. Y una ensaimada. Té cena. High tea, decía Osvaldo, que conocía todos los eufemismos del estado de privación. Hermosa con sus mármoles, la confitería.  Recobraron algo de la grandeza perdida en los olores de bajo mesada. Se condolieron del estado de penuria de la pequeña diva, y el de su hogar, pero se exaltaron con su propia imagen de redentores De libretistas de la nueva vida. Novela real. Sufra, pacheco, sufra.  Recuperar a la criatura, acompañarla de la mano en su emotivo giro argumental. Y llevarla, repuesta, de vuelta a la radio. Llegar caminando despacio los cuatro, desde Pacheco de Melo. Toda la vereda del club abriéndose a su paso. En respetuoso silencio. Los fotógrafos inmortalizando. Devolverla a salvo. Pura como siempre. Pero crecida en el dolor. Despedirla con un abrazo en la vereda. Salir caminando para el tranvía de Las Heras, sin mirar atrás. Ahí queda eso. Sintiendo en la espalda el calor de las miradas. Hacia el arrabal. Amargo. A escucharla de nuevo desde la cocina.

Quedaron largo rato en silencio eufórico, que cortó un hipo de Aurelia. Se citaron para el martes a la hora de siempre. 

Rubí los recibió mecánica. Seguía en resaca. Las hermanas la sentaron a la mesa, le dejaron pava y mate. Y un bizcochuelo marmolado, que se devoró enseguida. Y un matambre con rusa, que se comió en el mismo acto, sin esperar el mediodía. Con sábanas más o menos limpias que encontraron tendidas, se metieron en la pieza. Osvaldo traía caja de herramientas. Y cruzada sobre el pecho una cinta de destapar. Y una lamparita de cuarenta. La puso y encaró para el inodoro, que seguía rebelde. Esta vez cerró la puerta. Excitado. Quién no espió un botiquín alguna vez. Lo revisó con cuidado de relojero.

Tintura negra para el pelo. De la finadita, pensó. 

Un frasco de vaselina. De unos labios cuarteados, quiso creer. 

Media hora después apareció aquello. Sacando la cinta de la cañería tapada. Lo vio allí y dudó. Mondongo, pensó primero. Lo puso con delicadeza en el balde de zinc, lo hurgó con el mango de la sopapa, y empezó a buscar palabras cruzadas para informarlo al Núcleo. Descartó dos, maleducadas. Se quedó con condones.

—Condones, Aurelia. Y con contenido, por decírselo de algún modo. Y tres unidades. 

La arqueología es siempre reveladora. Ellas en el dormitorio habían dado con lo suyo también. Estaban excitadas. Compartirían los descubrimientos luego, en el salón para familias de un bar sobre Corrientes, con fondo ruidoso de dominó. 

Una esquela de amor, habían encontrado; que las enterneció en el primer párrafo, y las estremeció enseguida después. 

—Escabrosa, dijeron. Y no se animaron a los detalles. Lo intentaron las dos, pero se clavaban siempre en el mismo párrafo. Y que pensaron al principio que era de otra persona. Berta. Que la carta iba para una tal Berta. La cédula, en la mesita de luz lo había aclarado todo. Rubí, por Rubinovich. Se llamaba Berta Esther. Y tenía treinta y tres. 

—Era jamona al final, dijo Tilde.

—A las obesitas la edad se nos nota menos, dijo Aurelia, y se acomodó la pechuga. 

La carta no tenía firma. Pero tenía aroma. Inconfundible. Estremecedor. 

Sí. 

Toscanitos. 

Avanti. 

—En la carta. Y en otro sitio más había mucho aroma, Osvaldo, le vamos a decir, —susurraron intrigantes. Osvaldo aguardó inquieto. Hicieron silencio. Final de capítulo, pensó, música tensa. A su alrededor algunos paisanos de la colectividad tomaban té con limón y pancitos miniatura de azúcar, que disolvían bajo la lengua. 

—En la almohada, Osvaldo, dijo Tilde, y cerró los ojos. 

—Tufo toscanito, dijo Aurelia. Y los cerró igual.

Se angustiaron con fondo de fichas que golpeaban la mesa. Osvaldo intentó traer un poco de calma.

—Una cosa es asunto y otra es presunto, floreó, —No saquemos conclusiones apresuradas.

Las conclusiones estallarían. 

Llegaron a media mañana para agarrarla fresca, pero, tarde piaste, la casa, desastre, de nuevo, y una botella de caña quemada vacía en la basura. Chancletas y un salto de cama, la chica. De la madre, el salto, por el modelo. Y los años de uso. De a poco el Núcleo se iba descorazonando. 

Comió unas empanadas de caballa que le habían llevado, la diva, y se tiró. Dormía su mona postprandial cuando sonó el teléfono. Lo dejaron cinco, seis veces. Se miraron. Aurelia atendió bajito. Le fue empalideciendo el colorete. Trataba de contestar, la Boitano, de explicar que no, que ella no era, pero del otro lado alguien airado vociferaba sordo. Imparable.  Se nuclearon, radioyentes, oreja contra el tubo.

Monstruoso. 

Monstruoso. 

¿Estaría en auténtico peligro Rubí Rubí? ¿Sería realmente capaz de asesinar a la niña la esposa del libretista? ¿Qué delito había cometido para semejante condena?

No tuvieron que esperar al próximo capítulo porque la esposa de Crema lo vomitaba todo. Locutora de la bilis.

— Te lo cogiste, regalada, al Fausto mío tambieeen te lo cogiste. Le encontré tus cartas chanchas. Ni escribir sabés, regalada, bajina con be larga…

Una revelación inesperada. Y lacerante. Se miraban incrédulos. ¿Cuatrera de maridos, la muchachita? Sí. Y no solo del autor, no, no terminaba ahí. Reincidente. Que había saqueado antes el nido del galán joven, regurgitaba el tubo; que ella bien lo sabía. Y el del galán maduro un mes después. 

—Y con malas artes, rusa regalada: entregándote de espaldas, como gustan ustedes, ofreciendo la cloaca…

Temblaron.

La doña era la cómica principal de la Compañía. Desde ese mangrullo privilegiado la había espiado operar a la regalada. Y había callado por el bien de todos, decía; pero ahora le había tocado a ella. — ¡A mí, a mí!, chillaba—, y le tiraba dentelladas. Que ya la había delatado a las otras esposas, escupía, y que se cuidase muchito porque las tres furias se la habían jurado. Y conjurado. 

Muchito le repitió. Y colgó como un martillazo. 

—Atónito, murmuró Osvaldo. Estupefacto.

—Nosotros damita damita, y era villana, dijo Aurelia. Villana.

— No pueden vomitar así sobre tu devoción, sumó Tilde.

Quedaron ahí, alrededor del tubo. Desfallecientes En triángulo. 

Así los encontró Berta, como adorando al aparato. Llegó vacilante desde la pieza, y abanicándose con la mano. Los pelos como un nido. Se le veían, chillonas, las raíces coloradas. Ya no era su Rubí, la Rubinovich, era la Berta. 

Le transmitieron el mensaje de la cómica con regodeo morboso. Resentido. Disfrutando cada detallecito. Sin eufemismo. Y con sus más elocuentes sinónimos. Los escuchó con desdén. Boca de abombada.

—Tanto espamento. Como si fueran la gran cosa los peleles, dijo—. Y se puso a picotear unas miguitas de empanada que habían quedado sobre el hule. 

En el ascensor, Tilde tuvo un vahído. Su hermana una pequeña arcada. Salieron a la calle temblando. 

—Era villana, era villana, se repetían.

Sentado en la vereda de la retacería, el fotógrafo de Sintonía dormitaba haciendo guardia. Carancho del carancho. Amagó una pregunta, pero el trío lo esquivó nervioso. Los vio pararse en la esquina, agitados, al lado del buzón. 

A la más robusta discursear, la vio. 

Disertar, lo vio al peladito. 

Y a la tercera, declamar con ademanes. 

Lo miraban y volvían a hablarse. Regresaron hacia él caminando despacio. Como demorando. Lo encararon. Desconfió al principio, pero al fin y al cabo el teléfono de la redacción figuraba también en la revista. Se los anotó en un cuaderno de autógrafos que traía la gordita en la cartera. Lapicera fuente. Que al Carancho lo encontraban en ese número todas las tardes. Que llamaran nomás.

Prepararon todo con prolijidad de examen. La esquela morbosa en un folio de papel celofán. Carpeta Rivadavia forrada en papel araña. Lo contaron todo con detalle. Hasta lo de los condones. 

La nota salió a la semana siguiente y Sintonía vendió como jamás en su historia. La niña de los tres affaires, la tituló, sanguinario, el carancho. Los datos de la casa cochambrosa. El alcohol. El chisme paquidérmico de los amantes, la carta, y la revelación cizañera de la cédula de identidad. Rubinovich Rubinovich.

El villano muere al final. 

El Núcleo lo soñó feroz, durante meses. Un final Crema. Con una foto sanguinolenta de la vereda. “Aquí cayó el cuerpo de la infortunada”. Y otra de las ventanas del sexto, abiertas de par en par. 

El libreto de la vida es veleidoso. Y en la farándula más. Berta resucitó, de parodista, en un programa cómico de Radio Belgrano. "Doña Patrona", una caricatura que tuvo su módica audiencia. Poeta de la olla. “Este poema es un plato”, tenía de latiguillo. Le puso garra, pero no pegó. Hizo comedias en idish en el Teatro Soleil. De gira por Santa Fe con la enésima de Sholem Aleijem, conoció a un jazán de sinagoga, barítono agudo, con el que llenaron de pelirrojos mocosos a Moises Ville y alrededores.

Sin su sol, el Núcleo, planeta al fin, dejó de girar. 

Las Boitano se volcaron a lo culto. Las transmisiones radiales desde el Colón. 

Osvaldo nunca pudo superarlo. 

—No hay palabras para esa mujer.

Recalcitrante.

Contumaz. 

Incorregible.



Mauricio Kartun


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